Santa
Fe y Barcelona,
15/03/2023 Qué
pasó
en Sallent A
un mes de la tragedia,
nadie hizo
autocrítica, cosa que
suele pasar, y
entonces puede volver
a pasar, y de hecho
volvió a pasar unos
días después. El
olvido, a veces
voluntario, a veces
involuntario, es un
manto oscuro que cubre
y protege a unos, pero
asfixia a los otros.
Dos nenas de 12 años
saltaban al vacío hace
un mes. Una,
al parecer la que
quería suicidarse para
escapar de la asfixia,
murió de inmediato. La
otra, al parecer la
que quería acompañar a
su hermana melliza en
tan trágica solución,
no lo consiguió, y
continúa en el
hospital. Cuando
despierte, cuando lo
sepa, si no lo sabe
aún, sabrá que queda
marcada para siempre,
y tal vez piense
entonces que esto de
«para siempre» es un
tiempo demasiado
largo. Todo
hace pensar que
acercaron sendas
sillas al balcón del
tercer piso donde
vivían, en Sallent,
provincia de
Barcelona. Que luego
se subieron cada una a
su silla, decididas, o
tal vez dudando. Tal
vez se agarraron de la
mano. Tenían que pasar
por sobre de la
baranda y desde allí
dejarse caer, juntas,
o tal vez una se tiró
primero que la otra.
Tal vez tuvieron
miedo. Tal vez se
despidieron, la una de
la otra, con un adiós,
si no pensaban
volverse a ver, o con
un hasta luego, si
esperaban
reencontrarse más
allá. Tal vez
percibían
distorsionada la
realidad. Tal vez fue
por causa del acoso
escolar, al menos esto
es lo que se dice. En
el colegio sabían que
había acoso, pero las
autoridades salieron
corriendo a decir que
no. Suele pasar, con
irritante frecuencia,
que la primera
reacción oficial es
negar, afirmar que no,
lavarse las manos,
escudarse en un
protocolo, atajarse
por las dudas. Luego,
unos días después, las
mismas autoridades
reconocieron que sí
que había acoso,
acosadas sin duda por
la vergüenza, o por el
deseo de conservar la
silla. Pero ninguna
admitió el pecado de
negligencia, o de
indiferencia, o de
mirar para otro lado
pensando que ya
pasará, que son cosas
de chicos. Nadie
renunció a su cargo,
pese a la
incompetencia. Al
parecer nadie se dio
cuenta de la magnitud
de lo que podía pasar,
pese a que ya se sabe
que puede pasar.
Cursaban primer año de
la secundaria, que
corresponde a séptimo
grado en el modelo
educativo argentino.
Hacía un par de años
que vivían en el
pueblo. «Aquí nos
conocemos todos»,
habrán dicho alguna
vez, ingenuos. Sallent
no llega a los siete
mil habitantes. Si
alguien sospechó algo,
por qué no, las cosas
pasan cuando casi
todos piensan que no
puede pasar nada, este
alguien calló. O,
mucho peor,
imperdonable, nadie lo
escuchó. Visto
desde aquí, el acoso
escolar no justifica
el suicidio pero,
visto desde allí, tal
vez sí, no lo sabemos,
no lo podemos saber,
no lo podemos juzgar.
Somos casi nada ante
la tragedia. Sólo
podemos murmurar un
desconcierto. En
cambio, sí que podemos
entender que la
desesperación, cuya
magnitud sólo puede
comprender quien la
sufre día tras día, la
desesperación nubla la
razón, más aún si es
infanto-juvenil, y
lleva a pensar que la
única salida es
desaparecer. Había
acoso en el colegio, y
lo más probable es que
este acoso se extendía
cruel, a través de las
redes sociales, a
todas las horas, de
día y de noche, todos
los días. Se llega así
a la desesperación.
Como ya se sabía, y se
sabe hasta qué punto
extremo el acoso puede
llegar, más razones
tenían para estar
atentos. Pero
la cuestión no es tan
sencilla, ni mucho
menos. No sabemos casi
nada. El suicidio
infanto-juvenil es tan
desconcertante que las
palabras legas suenan
a balbuceo. Entonces
hay que aprender,
tenemos que saber más,
necesitamos saber cómo
agarrar al vuelo el
pensamiento
infanto-juvenil, cómo
identificar en una
mirada el pedido de
auxilio. Tenemos que
saber quién se
asfixia, en casa, en
el colegio, en el
barrio. Pero
para saber quién pide
ayuda sin decirlo, o
diciéndoselo a oídos
sordos, hay que tener
una disposición
abierta, un espíritu
flexible. Hay que
estar más cerca de las
preguntas que de las
respuestas. Hay que
saber que más allá de
un protocolo hay unas
vidas que también
quieren entrar, pero
que no saben cómo, o
no pueden, no lo
consiguen, tal vez
tropiezan una y otra
vez con el espíritu
burocrático de quien
está pero en realidad
no está. La escuela es
entonces el agente que
detecta, y a la vez es
el techo que da cobijo
cuando se viene
tormenta. No
sé, no sé nada, y tal
vez lo sea porque
ahora escribo en voz
alta y no sé lo que
digo. Cuando pasan
cosas así sabemos que
no sabemos nada, ni de
niños ni de
adolescentes, ni de
chicos ni de chicas.
Hablamos de inclusión
sin saber incluir, ni
a quién incluir, ni
cómo. Ni cuándo. Hablamos
de respeto y
tolerancia hacia el
otro, pero a veces
parece que el otro no
está porque no lo veo,
o no lo quiero ver. Y
dormimos con la
ventada abierta sin
saber que una noche,
amparado en no sé qué
sombras mentales,
puede entrar feroz un
monstruo del todo
desconocido. Es el monstruo que distorsiona la percepción de la realidad hasta el extremo de hacer ver como cierto lo que sólo es efímero, y de hacer oir voces que no son reales aunque en mucho se le parezcan. Algunos perciben la realidad de una manera distorsionada, tal vez porque la desesperación les nubla la vista. Tenemos que aprender a saber quién és, dónde está, qué puedo hacer.- Y
qué pasó en
Tarragona Unos
días después de
Sallent, el 26 de
febrero, un chico de
quince años se tiró al
vacío desde el balcón
del cuarto piso donde
vivía. La forma de
intentar matarse se
parece tanto a la de
Sallent que resulta
difícil pensar en una
casualidad. Sufría
acoso escolar, pero a
él tampoco lo
protegieron los
protocolos.
Sobrevivió, aunque con
numerosas fracturas.
Ocurrió en la pequeña
población de La
Rápida, en la
provincia de
Tarragona, España, a
unos 200 quilómetros
de Sallent. La noticia
ya no impactó tanto
como en el caso de las
gemelas de Sallent,
pero el monstruo es el
mismo. Se
reían de él en el
colegio secundario
porque lo consideraban
raro por su forma de
hablar, y por su modo
de moverse y de
comportarse, siempre
solo. Tiempo atrás
había sido
diagnosticado de una
forma ligera de
autismo, que es otro
monstruo desconocido.
Igual que las chicas
en Sallent, este chico
también dejó una nota.
Allí había escrito que
ya no quería seguir
viviendo «en un mundo
donde la mala gente es
aplaudida y las
personas sensibles,
nobles y de buen
corazón siempre tienen
las de perder». Unos
días después, el padre
comentaba que ahora su
hijo «quiere ponerse
bien para empezar una
nueva vida y poder
explicar su
experiencia, y
concienciar a los
adolescentes de que
con su actitud pueden
provocar estas
situaciones». Estas
palabras hablan de
arrepentimiento, el
propio y el que se le
pide a los demás. Son
sin duda todo un canto
al perdón y a la
esperanza. Publica
El
Litoral, el
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