Barcelona, 17 de abril de 2022 IncertidumbreEn
un descuido, la bebé, de
once meses casi doce, se
llevó la mano a la
cabeza, se arrancó uno
de los dos clips que su
madre acababa de
ponerle, se lo llevó a
la boca, como suelen
hacer los bebés, y se lo
tragó. Se
lo tragó con un gesto de
desagrado. Cuando la
mamá se dió cuenta, un
segundo después, ya era
tarde, demasiado tarde
porque la pequeña ya no
tenía nada en la boca.
Tuvo al menos la buena
idea de sacarle el otro
clip, también de metal,
también de color rosado. Mientras
tanto, el clip bajaba
rápidamente por el
esófago de la bebé, y
llegaba así hasta el
estómago, y allí entró,
y allí se quedó. Suerte
tuvo, porque el clip
hubiera podido quedar
atrapado en el fondo de
la garganta, o quedar
encallado en la mitad
del esófogo, justo
detrás del corazón, y en
cualquiera de estos dos
casos la situación
hubiera sido aún peor. Y
porque el clip estaba
cerrado, porque si
hubiese estado abierto,
mejor no imaginar qué
hubiera pasado. La
abuela también estaba en
casa, pero tampoco vio
el peligro de dos clips
en el pelo de la nieta.
Llevaron la bebé al
centro de salud. Allí la
atendió primero una
enfermera y luego el
médico, y ninguno de los
dos cayó en la tentación
de hacerles un
comentario de culpa.
Errar es humano,
rectificar es de sabios.
El médico puso la bebé
en la camilla y la miró,
primero sentada. Luego,
acostada, le palpó la
barriga. La
radiografía está fechada
dos horas después, y
allí se ve bien que el
clip está en el
estómago. Con la punta,
roma, hacia arriba, y la
base hacia abajo, y
afilados los bordes
metálicos. Fácil era
imaginarse que le sería
difícil, al clip, salir
de allí. Al menos sin
dañarle a la nena las
delicadas estructuras
internas. No obstante,
la propuesta fue
esperar, y observar. Nadie
adorne nunca más la
cabeza de un bebé con
clips de colores, ni con
nada similar. Nadie
ponga nunca un objeto
pequeño al alcance de un
niño. Los niños pueden
tragarse incluso aquéllo
que parece imposible de
tragar. Y las cosas
pasan, precisamente,
cuando se piensa que
nada puede pasar. A
partir de aquella tarde
de martes, las cacas de
la pequeña fueron objeto
de un observar
minucioso. Con todo
primor buscaban allí lo
que se había visto
lejos, en el estómago.
La enfermera había
recomendado continuar
cada mediodía con puré
de verduras con un trozo
pequeño de pollo, carne
o pescado. Y puré de
frutas, o manzana o pera
ralladas, o banana
pisada, para merendar. Y
la leche, mejor si fuera
de pecho. El médico
comentó que una diarrea
sería un riesgo aún
mayor. No
había nada más que
hacer, y la madre y la
abuela volvieron a casa
con la incertidumbre de
tener que esperar, y ver
qué pasa. Esperar es a
veces la opción que
menos se entiende, o no
se quiere entender, pero
es la mejor opción para
un niño, en ciertos
casos, pero no en todos. Al
otro día, la enfermera
del centro de salud
llamó por teléfono a la
madre para preguntarle
por la bebé, si había
alguna novedad. Al día
siguiente llamó el
médico, y tampoco había
ninguna novedad. El
clip, mientras tanto,
inmerso en los viscosos
líquidos intestinales,
viajaba por el intestino
delgado, que es delgado,
largo, lleno de curvas y
contracurvas. Tercer
día. El clip ya estaría
en el intestino grueso,
que en un bebé no es más
grueso que un dedo.
Envuelto por unas
materias en formación,
resbaladizas y de
consistencia cremosa, el
clip viajaría impulsado
por el músculo
intestinal. Aquí y allí,
al pasar, el clip
provocaría la producción
de moco intestinal, y
entre estos mocos y las
cacas semi-líquidas se
conseguiría, tal vez, el
milagro de no hacer
daño. Fue
al cuarto día, a la hora
de la siesta. En la
calle, en el barrio,
todos comentaban el tema
sin decirles nada, y
nunca tanta gente estuvo
pendiente de las cacas
de un bebé. La
bebé dormía. La abuela y
la madre, en cambio,
devoradas por la
incertidumbre y por la
culpa, casi que no
dormían desde entonces.
La niña se despertó de
pronto con un movimiento
extraño, efímero, que
alertó a su madre. La
niña no llegó a gritar,
ni tan solo rompió a
llorar. Fue
un gesto frío, filoso,
una actitud de sorpresa,
la boca abierta, la cara
pálida, una sensación de
corte que se superpuso a
ciertos ruidos ventosos,
primero, y torrentosos,
después. La niña lo supo
entonces, pero la madre
tuvo que verlo. Y la
abuela miraba, con
taquicardia, la escena
sin atreverse a nada. Le
abrió el pañal. Y allí,
en un mar de cacas color
mostaza, como una crema
de calabaza, cacas
viscosas, protectoras,
envolventes, allí
estaba, sucio. La madre
lo tocó como quien
quiere asegurarse, y se
aseguró. La niña
entonces reclamó con un
lloro magnífico la fruta
de media tarde, o al
menos la mamadera. Y la
abuela salió corriendo
hacia la cocina.- ///
Publica El
Litoral, el
jueves 28 de abril, sin
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